
La estación de San Miguel del Monte es un símbolo de una experiencia vital, de algo noble que lucha por crecer y desarrollarse, a pesar de los intereses humanos. La sensación de melacolía invade los andenes. La belleza de su hall, de su entrada, se contrasta con el deterioro de los baños públicos. En todo esto hay una sensación absoluta: se recuerda la belleza olvidada.
Hay una sensación de una buena nueva (demoradísima), de algo por-venir. Sus paredes no claudican ni se rinden a la vejación. Hay algo de eternidad, de resistencia al tiempo. De memoria indecible.
No es un palacio arquitectónico. No es extraordinaria.
Acaso sea por eso.
Nos quedamos con unas palabras de Borges:
Qué no daría yo por la memoria
de que me hubieras dicho que me querías
y de no haber dormido hasta la aurora,
desgarrado y feliz.